Otra vez España

LA POLÍTICA de gacetilla baja muy revuelta. Y turbia. Leyendo la prensa se diría que la izquierda posibilista, la de impuestos y gasto, la encarnan Rajoy y Montoro, y que la izquierda utópica es la de Ada Colau. La oposición real al Gobierno del PP está en el propio PP: Esperanza Aguirre, desde el liberalismo thatcheriano, y sobre todo José María Aznar, desde un credo derechista definible como «dejadme solo». El PSOE no da señales de vida. El mapa ideológico español resulta, en apariencia, incomprensible.

Pero hay algo importante, densamente político, que se concreta día a día. Por debajo del caos de despojos arrastrados por la crisis, por debajo del cólico miserere de la corrupción en el partido que se decía incorrupto, aparece un fenómeno nuevo y muy viejo: el nacionalismo español, en la misma formulación de hace un siglo. Es decir, un nacionalismo dolorido, regeneracionista y vagamente trágico.

Esa es la idea que cobra fuerza. Se percibe tras la cornada de Aznar a Rajoy y tras el auge de UPyD, aunque donde más visible resulta es en la calle: en las muchísimas víctimas del naufragio económico e institucional, en la muchísima gente que pide «dejarse de tonterías», en los muchísimos que temen, no sin razón, que esto pueda ir aún peor.

El fenómeno tiene calado histórico. El Estado autonómico fue un arreglo que funcionó bastante bien, precio al margen, y cumplió con su objetivo. Que no era el de poner un aeropuerto en cada esquina y un algo de Calatrava, cuanto más caro, mejor, en cada distrito postal, sino el de adormecer a los nacionalismos decimonónicos. Que en España, según la última cuenta, son tres: el español, el vasco y el catalán. Si alguien rompe la baraja, y el gobierno catalán lo ha hecho, no hay con qué seguir jugando. O las cosas cambian muy rápido en Barcelona, y no parece probable, o el Estado construido durante los últimos 30 años carece de sentido. Dado el huracán que sopla, las resistencias que puedan oponer los barones regionales del PP serán más bien inútiles.

Despojada de las prótesis autonómicas y del vaporoso discurso plurinacional, a España se le empina el apéndice joseantoniano. Vuelven las antiguas quejas: el hastío ante los abusos partitocráticos, el deseo de contar con un gobierno fuerte y comprensible, el deseo de recuperar esencias. Por supuesto, no estamos en los años 30 y estamos en la Unión Europea. La cuestión de qué quiere ser España, sin embargo, está otra vez sobre la mesa.